Una estrella masiva explotó en nuestra Galaxia hace más de 11 000 años. Este suceso, conocido hoy como la "supernova Cassiopeia A", se tendría que haber observado desde la Tierra alrededor del año 1680, pero al parecer casi todo el mundo se perdió el espectáculo. Un equipo científico internacional acaba de realizar un trabajo impresionante de arqueología científica: han empleado el polvo interestelar como una especie de espejo retrovisor que les ha permitido captar noticias del pasado. Parte de la luz emitida en aquella antigua explosión se refleja en nubes pulverulentas situadas a cierta distancia de la estrella difunta, y han recogido y analizado ese reflejo. La astronomía moderna asiste de este modo al espectáculo cataclísmico que nuestros antepasados pasaron por alto, por algún motivo, en el siglo XVII. Calar Alto ha contribuido a este hallazgo con su personal, telescopios e instrumentos.
Supernovas en nuestra Galaxia
El término supernova hace referencia varios procesos distintos que conducen a la destrucción cataclísmica de una estrella. Estos fenómenos se cuentan entre los fenómenos más energéticos de la naturaleza: una supernova típica puede alcanzar un brillo similar al de una galaxia entera, durante un corto periodo de tiempo.
Las supernovas galácticas (es decir, las que explotan dentro de nuestra Galaxia) ofrecen uno de los espectáculos astronómicos más llamativos que se puedan contemplar, y sus destellos se han observado y registrado en China desde hace más de dos mil años. Quizá el ejemplo más famoso lo constituya la supernova observada en el año 1054, sin duda vista por muchas culturas del planeta pero que solo fue registrada con precisión por las civilizaciones del lejano Oriente. Esta supernova dio lugar al a formación de la nebulosa del Cangrejo (en la constelación de Tauro). En tiempos más recientes se detectaron supernovas en los años 1572 (la supernova de Tycho) y en 1604 (la supernova de Kepler). En los dos casos se detectaron estrellas extremadamente brillantes y «nuevas» que brillaron durante varias semanas en puntos del cielo donde no se conocía ningún astro con anterioridad.
El objeto celeste conocido como Cassiopeia A (o, también, 3C 461) fue la primera fuente radioeléctrica astronómica detectada en la constelación de Casiopea, en la década de 1940. Pronto se identificó como un remanente de supernova, es decir, los restos de una de estas explosiones gigantescas. La comunidad astronómica quedó desconcertada, porque el ritmo de expansión de los gases en Cassiopeia A indica que la explosión tuvo que ser reciente (alrededor de 1680), pero parecía que el estallido no se había llegado a observar en su momento.
Tras deducir una fecha aproximada para la explosión a partir del movimiento de los gases de Cassiopeia A, se emprendió una búsqueda en los registros observacionales del siglo XVII y por fin se identificó una posible observación, realizada por el astrónomo inglés John Flamsteed. Esta identificación no es del todo segura pero, si resultara ser cierta, implicaría que la supernova de Cassiopeia A apareció muy débil en los cielos de la Tierra.
Cubiertas de polvo
La observación de otras galaxias indica que una galaxia espiral normal como la nuestra tendría que albergar en promedio una explosión de supernova cada 50 años, aproximadamente. Pero la escasez o incluso la falta de supernovas brillantes y recientes en la Galaxia supuso un misterio hasta hace poco, cuando se constató que las supernovas galácticas se producen al ritmo previsto, pero bastantes de ellas estallan en lugares ocultos tras gruesas capas de polvo interestelar, lo que reduce sus brillos aparentes, o incluso las torna del todo inobservables desde la Tierra. Ahora se sabe que esto sucedió con dos supernovas galácticas recientes: una explosión se podría haber observado desde nuestro planeta alrededor del año 1870 (supernova G1.9+0.3), si la absorción debida al polvo interestelar no la hubiera ocultado por completo; y otra supernova (la de Cassiopeia A) brilló en los cielos de la Tierra en 1680 pero padeció también los efectos del polvo cósmico, aunque podría haber alcanzado el brillo suficiente como para que Flamsteed llegara a atisbarla.
Pero los senderos de la ciencia suelen sorprendernos, y ahora un equipo científico ha encontrado el modo de recuperar parte de la luz que pasó de largo por la Tierra hace más de tres siglos, y así han esclarecido la naturaleza y las circunstancias en las que surgió la supernova de Cassiopeia A. La clave se encuentra en el proceso conocido como eco de luz.
Ecos de luz
Imaginemos la explosión de la supernova de Cassiopeia A, hace unos 11 000 años en una región de la Galaxia repleta de polvo interestelar. Unos 300 años tras la explosión, parte de la luz emitida por la supernova iluminó un grumo pulverulento. Este ovillo cósmico reflejó hacia la Tierra una fracción de la luz producida en el estallido, pero ese resplandor reflejado emprendió la marcha hacia nuestro planeta con un retraso de 300 años. 11 000 años después de la explosión, la parte principal de la luz emitida por la supernova llegó a la Tierra pero lo hizo tan atenuada por la absorción debida al polvo que el suceso pasó casi inadvertido y no se efectuó ningún estudio científico. Finalmente, otros 300 años después llega a la Tierra la pequeña cantidad de luz reflejada por aquel humilde grumo de polvo. Y en tres siglos ha dado tiempo a desarrollar observatorios como Calar Alto, Subaru y el telescopio espacial Spitzer, y aquí estaba el equipo internacional de científicos dirigido por Oliver Krause (Max-Planck-Institut für Astronomie, Alemania), listo para emplear estas instalaciones y efectuar un estudio de la supernova no a través de su emisión directa, sino gracias a la radiación reflejada en este espejo retrovisor hecho de polvo.
El efecto del eco de luz permite estudiar en detalle, hoy, algo que sucedió hace 300 años: nos brinda una moviola en la que se repite la explosión que creó el remanente de supernova más espectacular de todo el firmamento, y que en su día solo observó, si acaso, Flamsteed, como una estrella muy débil y en una época en la que los telescopios se acababan de inventar.
Nos vemos así frente a esta paradoja sorprendente: el polvo interestelar, el motivo principal que impidió estudiar la explosión en el siglo XVII, se convierte en la herramienta que permite recuperar parte de aquella luz varios siglos después, cuando la humanidad ha desarrollado telescopios, instrumentos y teorías mucho más poderosos, que conducen a una comprensión mucho mejor de aquel fenómeno.
La investigación
«Cassiopeia A se halla en nuestro vecindario cósmico y nos brinda una visión excelente de lo que queda cientos de años después de una explosión de supernova», comenta Oliver Krause, que añade: «Los ecos de luz que hemos encontrado alrededor de Cassiopeia A nos proporcionan una máquina del tiempo con la que observamos su pasado». Otro miembro del equipo de investigación, el astrónomo Tomonori Usuda, considera que «Este resultado es muy emocionante, porque el telescopio trabaja como una verdadera máquina del tiempo».
El análisis del eco de luz revela qué átomos había en la explosión. El espectro obtenido muestra signos de hidrógeno y helio, pistas que indican que Cassiopeia A fue en tiempos una estrella supergigante roja cuyo núcleo se colapsó y produjo una supernova de una categoría poco frecuente, llamada «tipo IIb». Hasta ahora no estaba claro a qué tipo de supernova pertenecía Cassiopeia A. Y este resultado ayuda a explicar por qué la explosión pasó inadvertida en 1680. Aparte del efecto absorbente del polvo interestelar, ahora hay que tener en cuenta las características específicas de este tipo de explosiones: «Las supernovas de tipo IIb se debilitan muy rápido», afirma el coautor de este estudio, George Rieke (Universidad de Arizona, Estados Unidos de América). «Este hecho, unido quizá a unas cuantas noches nubladas, podría explicar el enigma histórico que envuelve Cassiopeia A», explica Rieke, refiriéndose al motivo por el que quizá no la detectaron más observadores.
Parte de las observaciones que han llevado a este hallazgo se realizaron en el observatorio de Calar Alto en octubre de 2007, con el telescopio de 2.2 m. Otras observaciones cruciales se efectuaron en Hawái con el telescopio terrestre Subaru, y desde el espacio con el telescopio orbital Spitzer. Pero como sucede con cualquier otra empresa científica, todo este trabajo no es más que el principio. Oliver Krause anuncia: «Estamos muy emocionados con los resultados futuros que puede ofrecer la técnica de los ecos de luz y ya estamos preparados para efectuar observaciones nuevas con los telescopios de Calar Alto y con Subaru este verano, y nos planteamos todo un abanico de preguntas acerca del medio interestelar que se podrían esclarecer gracias al excepcional experimento de ecos de luz que la naturaleza nos brinda en Cassiopeia A».
Los resultados de esta investigación acaban de publicarse en el número del 30 de mayo de 2008 de la revista científica Science. Firma el artículo Oliver Krause (Max-Planck-Institut für Astronomie, Instituto Max Planck de Astronomía, Alemania), con los siguientes co-autores: Stephan Birkmann y Miwa Goto (de la misma institución), Tomonori Usuda y Takashi Hattori (国立天文台, Observatorio Astronómico Nacional de Japón), George Rieke y Karl Misselt (University of Arizona, Universidad de Arizona, EE UU).
© Observatorio de Calar Alto, mayo 2008